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sábado, 21 de marzo de 2009

DOCE SECUENCIAS PARA CONOCER A UN SINDICALISTA SERVIL Y MODERNO

€ y $ dos monedas del capitalismo.
Como el sindicalismo oficial español,
Diferentes nombres la misma moneda


Por fin apareció en el centro laboral por el que figura como “liberado” sindical.

Jorge López Ave



I
Por fin apareció en el centro laboral por el que figura como “liberado” sindical. Eso sí, cuando pasó el umbral de la factoría, y dejó a un lado el panel donde los obreros ponen su tarjeta para fichar a las siete de la mañana, se dio cuenta que hacía como tres años que no la visitaba, concretamente, desde las últimas elecciones sindicales, donde vino a hacer campaña. Tan es así, que el guardia de la puerta no lo conoció, le pidió el documento y le preguntó sin segunda intención, a dónde iba. El trasiego de mil ocupaciones representando a sus compañeros, viajes por todo el país y alguna que otra lucha interna en el aparato del sindicato, lo alejaron del día a día de la fábrica, pero eso no quita para que se sienta como en casa. Por ello, respondió al vigilante con orgullo, “vengo a ver a mis compañeros”. Pero no pudo evitar que la frase sonara algo hueca y que el interrogador lo mirara por encima de los lentes y le dijera con un hilo desdeñoso: “¿lo esperan?”. Iba a decir que sí, luego dudó y pensó decir que no, pero se decidió por algo más seguro, “claro, soy del sindicato”.
II
Sí notó algo de frialdad al principio, en los saludos y reencuentros, pero luego, al lado de la máquina que expende café, junto a los más antiguos, ya fue notando el cariño y aprecio de los suyos, de sus votantes de siempre que lo conocen bien, aunque haga mucho tiempo que no los vea, aunque ahora tenga ropa de más calidad y la corbata, guardada en el bolsillo, para que sus compañeros vean que sigue como siempre. “Son exigencias de algunas reuniones”, tenía previsto decir si alguien se la hubiera visto. Un corro de más de treinta trabajadores y una pregunta a bocajarro, “¿a qué ha venido?” de uno de los más jóvenes, seguramente de un eventual, de esos radicalizados que nos le viene bien nada, provoca su primera intervención. Habla de la crisis que atraviesa el sector, de que vamos a capear el temporal como podamos, que tenemos que garantizar el empleo como primer cosa, y luego, eleva el tono un poco para decir que hay que permanecer unidos y si eso pasa por no cobrar aguinaldos ni extras el año que viene, todo sea por preservar el puesto. Las caras largas de la mayoría y un comentario al fondo de disconformidad, coincide con la bocina y la vuelta al trabajo. El más viejo se le acerca, cuando todos se van, lo agarra por el brazo y le comenta, “y es lógico, esto no le gusta a nadie pero la gente anda preocupada por su puesto de trabajo y van a aceptar la propuesta del sindicato, seguro”, y le dice casi en secreto que lo deje de su mano. Luego, cuando confirma que se han ido todos, le pregunta si tiene noticias de su jubilación anticipada. El sindicalista repite la escena hasta cuatro veces a lo largo de la mañana, para tener la certeza de haber llegado con el mensaje sindical a la mayoría, sin necesidad de asamblea, que la última tuvo un resultado poco alentador, y eso que se hizo al poco de ganar las elecciones.
III
No se trata de una cena para festejar nada, es más, el sitio es normalito, un restaurante discreto a las afueras de la ciudad, donde no se necesitó ir con ropa especialmente lustrosa. El sindicalista, cuando llega su turno, abre la libreta y hace un repaso del trabajo hecho durante la semana. Dice que de las cinco fábricas, cuatro van a aceptar sin problema, y una tiene un grupo radical organizado que está intentando forzar una asamblea. Sus jefes sindicales carraspean y se miran de un modo contrariado, como para que quede claro que no contaban con ese problema. El sindicalista suda un poco, porque sabe que como la dirección del sindicato diga que algo ha fallado, y que se tiene que poner manos a la obra para evitar esa asamblea como sea, él tiene los días contados como representante. Una voz del responsable de organización rompe la duda y dice, “bueno, te damos hasta el martes para solucionarlo, sino entramos nosotros”. Sabe por experiencia ajena que en el “entramos nosotros” viene adjunto un mensaje claro, “y usted, compañero, se va al cuarto de las fotocopias, hasta que se le ubique en otro lugar”. No pidió postres ni copa. Su cabeza empezó a dar vueltas en cómo convencer a los suyos en esa fábrica para que no haya asamblea.
IV
En el taxi, en la ducha, en la cama, siguió dándole vueltas en cómo evitar la dichosa asamblea. Dividir al grupo radical, pagar a alguien para que ponga un petardo en la puerta de la factoría y provocar así la repulsa del resto a ese grupito ultra izquierdista, buscar en el currículo de esos portavoces algo que los desacredite, amenazar con que los expedientes para cerrar fuentes de trabajo empezarían por esa factoría porque la gente está más desunida... . A la mañana siguiente se presentó en la fábrica y vio con sorpresa que había carteles por todos lados anunciado el día y la hora de la asamblea y, por si fuera poco, eslóganes en las paredes como “la clase obrera en lucha”, “ricos hijos de puta”, “viva la democracia obrera”, “sindicato vendido”, “asamblea, ya”, “que la crisis la paguen los ricos”, incluso uno muy directo “No a la burrocracia sindical” que le confirmaron lo atrás en el tiempo que se había quedado toda esa gente, y lo bien que había hecho él apostando por un sindicalismo moderno, de negociación y paz social. Eso le dio fuerza y ánimo para llamar a sus jefes e informarle que la asamblea iba, lamentablemente, para adelante, pero que él se encargaba de ganarla. Y lo dijo en un tono severo, como para evitar dudas y réplicas.
V
Lo primero fue informar a la patronal de esa fábrica, que había una situación delicada y que necesitaría su apoyo. En la reunión secreta en el salón de un hotel, barajaron los nombres de los líderes radicales y estudiaron qué se podía hacer. El sindicalista sugirió que los agruparan a todos en el mismo turno para que no contaminaran más de la cuenta ,y si era posible, que fuera en el de madrugada. Les preguntó abiertamente si alguno de ellos era consumidor de drogas, si alguno le pegaba a su pareja o si tenían sanciones por incumplimiento laboral. La patronal no pudo responder nada concreto y ahí se acabó la pesquisa. Eso sí, le comentaron que en ese grupito había comunistas y anarquistas trabajando juntos. El sindicalista dijo un tajante, “qué antigüedad, por Dios” que provocó la sonrisa y el golpecito en el hombro de uno de los patrones. Luego hubo un whisky on the rocks en un lugar cercano para relajarse y confraternizar un rato.
VI
Remangado, rodeado de papeles, con dos de sus colaboradores a su vera, punteando el censo de todos los trabajadores de esa fábrica, se sentía casi entusiasmado. Estaba ante un reto del que iba a salir vencedor, y eso iba a provocar que lo tuvieran en cuenta en la próxima restructuración de la dirección sindical, podría aspirar, por fin, a formar parte del núcleo duro del sindicato, de estar entre los que deciden. Por eso hablaba con una convicción contagiosa, “hay un 35% de trabajadores de oficina, de repartidores y de directivos, esos son todos nuestros”, “faltaría un 16%” le recordó un colaborador. “Hay que llamar uno por uno a nuestros afiliados, crear logística para que vayan a votar sí o sí. Digo taxis, coches que los recojan, etcétera”. Así siguieron durante casi toda la tarde, con el apremio lógico de estar a 72 horas de una asamblea crucial.
VIIDe vuelta a casa pensó en quién podría conocer a alguno de esos radicales para tocarlo, para ofrecerle algo de dinero y un puesto en otra fábrica, en otra ciudad, con un aumento de sueldo, un viaje de turismo con su familia y, sobre todo, la palabra del sindicato de total discreción y silencio. Se dio ánimo en la certeza que cosas parecidas habían ocurrido otras veces y se había salido con éxito. Luego, su cabeza volvió a la asamblea y en que necesitaba articular un discurso efectista, coherente, que explicara las cosas con claridad a los indecisos. Se sintió fuerte, como en los viejos tiempos, iba a ganarles con la dialéctica, con la palabra y entró en su casa a preparar la intervención ante el espejo.
VIII
La lectura serena de los estatutos a cargo de uno de sus colaboradores, le dio una clave importante, los antiguos trabajadores, ahora jubilados, podían participar de la asamblea y de su votación. Sonrío. La cosa estaba resuelta, sólo quedaba localizarlos, hablar con ellos, recordarle la jubilación conseguida en su día con una buena negociación del sindicato, y explicarle que su asistencia era necesaria para no dejar en manos de fanáticos el futuro sindical de la fábrica. Uno de sus colaboradores se prendió del teléfono y del listado de 146 compañeros pensionistas a los que había que ubicar como sea.
IX
Como era previsible, el aparato empresarial no se quedó de brazos cruzados. Movió hilos y cuerdas, utilizando su poder con toda la astucia posible. De entre las medidas adoptadas, la más eficaz, la aprobación de una partida de dinero para los trabajadores, a modo de regalía, si tenían a bien apoyar la propuesta sensata del sindicato y dar la espalda a locuras y aventurerismos sediciosos. La decisión fue convenientemente comunicada al sindicalista en una llamada telefónica muy escueta y reservada.
X
El día equis. Todo funcionando como un reloj. Cada actor en su papel. Una asamblea importante fijada para el final de la mañana, y el sindicalista apurando los detalles de intendencia. Jeans usados, la camisa raída de otras ocasiones, barba calculada de tres días y un discurso mil veces repasado, listo para ser dicho con todas las exclamaciones, subidas de tono y silencios planificados. Los suyos, ubicados estratégicamente entre los trabajadores; los jubilados, prestos para aplaudir, votar e ir a un almuerzo de confraternización y nostalgias con todo pagado pero, sobre todo, la seguridad y la confianza de que la decisión de la patronal de dar dinero, había llegado a cada uno de los presentes.
XI
Hubo algunos dimes y también diretes sobre quién intervendría primero, sabedores todos que el segundo tiene siempre alguna ventaja emocional en quien escucha, por eso, el sindicato dio una dura batalla. Los llamados radicales hicieron un discurso revolucionario, apelando a la lucha, las movilizaciones, a cortar las calles con gomas quemadas, a ocupar la fábrica, a hacer ollas populares, a extender el conflicto. Llamaron traidores y vendidos al capital al sindicato en repetidas veces. Desde los trabajadores respondieron con aplausos y puños en alto, incluso con un grito desde el fondo amenazando a la patronal con colgarlos como a cerdos que fue muy festejado. El sindicalista esperó su momento y subió a la tribuna despacio, por supuesto sin papeles, y cuando se acomodó los lentes, su gente lo saludó con un aplauso breve pero cálido, tal como se había planificado. Dijo que él no iba a anunciar ni el fin del capitalismo ni a llamar a luchas estériles, sino que apelaría a la responsabilidad histórica de la clase obrera, al buen hacer de sus representantes en cada mesa de negociación a la que se había acudido en estos últimos años, y argumentó que venían malos tiempos, pero no sólo para el gremio sino para todo el país y el planeta, como cualquiera puede ver en la televisión. Dijo que era necesario un pequeño esfuerzo solidario, y que eso posibilitaría mantener el trabajo de cada uno de los trabajadores, de afrontar sus deudas y la comida de sus hijos. De no ser así, terminó, él mismo vendría a dar la cara y a proponer otras medidas de lucha, pero que ahora no es momento más que para la sensatez y la calma. Hubo aplausos que taparon algún pitido, vivas que obviaron algún insulto, y dos personas trayendo una mesa con una urna para que la asamblea decidiera. Mientras, el sindicalista iba junto a los suyos, apretaba las manos, se abrazaba y una mezcla de intuición y energía en el ambiente le decía que ganaba la asamblea.
XII
El sindicalista ocupa nuevamente su despacho tras una semana de justas vacaciones, que disfrutó pescando en un pueblo alejado. Ahora, sus jefes, lo felicitan y ponen de ejemplo a los demás de lo que sigue siendo un sindicalista que sabe estar en los momentos difíciles. Sabe que ha superado una prueba y que es muy posible que le ofrezcan por ello un ascenso en el organigrama del sindicato, con lo que eso significa de dietas y viáticos. Pero, él tiene otros planes. Ya ha dado el sí a la dirección de la empresa con la que trabajó codo a codo para ganar la asamblea, para ser jefe de personal en una fábrica nueva que abrirán en un país vecino. El sueldo es diez veces mayor y todo el mundo tiene derecho a progresar.

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