‘El clan de los 12 Apóstoles’ es un libro escrito por la conocida periodista colombiana Olga Behar, quien ya obtuvo fama con las obras ‘Las guerras de la paz’, y ‘Noches de humo.’
Ahora nos presenta un relato desgarrador, de hechos cruentos del pasado reciente de su país. ¿Quiere saber cómo es la maquinaria del paramilitarismo por dentro? Lea ‘El clan de los 12 apóstoles’. Las confesiones del Mayor de la policía Juan Carlos Meneses son contundentes porque provienen de un protagonista, de un cómplice de los peores delitos. El nombre de Uribe aparece casi en cada página.
El libro no dejará indiferente a nadie. Behar ha hecho una investigación exhaustiva, profesional, seria. Se une a ello el tremendo valor de publicarla. Esta entrevista exclusiva revela algunas facetas de la obra. Lea la entrevista completa de José Zepeda a la escritora Olga Behar.
Quien lea El clan de los doce apóstoles, el libro de Olga Behar, no podrá escapar a la certeza de que la Presidencia de la República de Colombia fue ejercida, durante ocho años, por un paramilitar “pura sangre”, no por sus caballos, sino por su instinto sanguinario. Álvaro Uribe Vélez era narco-paramilitar mucho antes de ser presidente. Tuvimos un gánster, un bandido, en el Palacio de Nariño.
El 25 de octubre de 1997 tuvo lugar una horrible masacre en El Aro, un pequeño poblado incrustado en la cordillera, cerca de Ituango (Antioquia). En el instante en que los paramilitares mataban a la gente y la quemaban viva, mientras violaban a las mujeres e incendiaban el caserío, 4 helicópteros sobrevolaban el área. Uno de ellos era el de la gobernación. Allí iba, personalmente, el autor intelectual de la masacre, el mismo que le había dicho a los paramilitares: “lo que tengan que hacer, háganlo”; era el gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez.
Durante seis días, 200 paramilitares permanecieron en El Aro sin que nadie los importunara. 15 ciudadanos quedaron tendidos, sin vida, en la plaza principal. Mataron a golpes a un paisano y luego le extrajeron el corazón, forzaron el desplazamiento de los 900 pobladores y se robaron el ganado de los campesinos. El ejército arreó las reses. ¿Quién atestigua esto? El jefe paramilitar Salvatore Mancuso y el ejecutor de la masacre, Francisco Enrique Villalba Hernández. Personalmente el gobernador los felicitó por la hazaña sangrienta. Unos días antes de la masacre, Álvaro Uribe Vélez, su hermano Santiago, y el mando de la IV Brigada del ejército, se habían reunido en una finca de Tarazá, con los cabecillas paramilitares Salvatore Mancuso, Carlos Castaño, Alias Cobra, Noventa, Júnior y Villalba, para planificar la cobarde acción. Por este crimen de lesa humanidad fue condenado el Estado, pero los autores intelectuales continúan su veraneo en los playones imperturbables de la impunidad.
El 27 de febrero de 1998, por denunciar la masacre, previa refutación con mucha violencia verbal por parte del gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, fue acribillado en Medellín Jesús María Valle, defensor de derechos humanos. Villalba, quien había denunciado el hecho ante un juez de justicia y paz, cayó asesinado en la puerta de su casa mientras pagaba pena de prisión domiciliaria. El extraditado Salvatore Mancuso confesaría más tarde a una comisión del senado colombiano que lo visitaba en una cárcel de los Estados Unidos, que no se atrevía a denunciar el papel protagónico de Uribe en el proyecto paramilitar, porque tenía miedo que le asesinara la familia.
Los Uribe, Álvaro y Santiago, son unos asesinos desalmados. Para borrar pruebas y testigos, mataron a casi todos los sicarios del grupo paramilitar “Los Doce Apóstoles” que bajo sus órdenes empaparon en sangre la tierra de Yarumal, al norte de Antioquia. En un breve lapso el grupo mató a más de cien campesinos inocentes bajo la falsa acusación de ser guerrilleros o auxiliadores de estos. El centro de operaciones era la hacienda La Carolina, de propiedad de los Uribe, ubicada en los llanos de Cuivá, a 15 kilómetros del municipio de Yarumal. El cabecilla principal del grupo era el propio Santiago Uribe, hermano del ex presidente. Este trabajaba en perfecta coordinación con el comando de policía de Yarumal y la base del ejército de La Marconia. Cuenta el mayor de la policía, Juan Carlos Meneses, quien se salvó milagrosamente del plomo y la pólvora de los Uribe, que la hacienda tenía un campo de entrenamiento militar, idéntico a los que utiliza el ejército. “Mira –le dijo Santiago- aquí es donde entreno a mis muchachos”. En el lugar permanecía un grupo de hombres fuertemente armado con fusiles AK-47, Galil y AR-15. El jefe paramilitar (Santiago Uribe) se comunicaba a través de radios con el ejército, la policía y hacendados, con quienes actuaba en concierto para delinquir.
En una ocasión los paramilitares de La Carolina asesinaron a un muchacho de la región conocido como Vicente Varela. En ese entonces era comandante de la policía de Yarumal, el hoy coronel, Pedro Manuel Benavides. Requerido desde La Carolina, el policial se traslada al lugar para hacer el levantamiento del cadáver. Allí toma la sorprendente decisión de amarrarlo al bumper o parachoques de la Toyota roja de la SIJIN (inteligencia de la policía) y con un letrero adherido al pecho que decía: “muerto por extorsionista”, recorrió como un loco las calles de Yarumal, pitando, gozoso y triunfante, mostrándole a los pobladores, bajo el sol del medio día, su macabro trofeo. Actuaba como alicorado por la certeza de impunidad. Claro; sabían que los protegía el gobernador de Antioquia. Santiago Uribe les había asegurado que tenían “muchos amigos en la Fiscalía y mucho manejo a nivel nacional”. Y de verdad, los amparaba el Fiscal General, Camilo Osorio, luego su predecesor Mario Iguarán, y más recientemente, Guillermo Mendoza Diago, todos peleles del paramilitarismo de Uribe. Por eso se pasearon impunes con la guadaña de la muerte por los municipios de Valdivia, Angostura, Campamento, Caucasia, Santa Rosa de Osos, Anorí, dejando a su paso un reguero de muertos. Dos casos más para ilustrar la barbarie: en una acción conjunta entre paramilitares, ejército y policías, acribillaron a la familia Quintero Olarte en la Finca La Sirena, donde no solamente murió el padre de los Quintero y uno de sus hijos, sino que hirieron a varios niños. Otro crimen indignante fue el asesinato de un joven al que acusaban de guerrillero y proyectaban ejecutar en el terminal de transportes de Yarumal. Al percatarse de las intenciones del grupo, el muchacho corrió en medio de las balas en dirección al puesto policial en busca de protección. Lo mataron a escasos metros del cuartel, pero los agentes no se movieron de su sitio cumpliendo el compromiso de no interferir en las acciones del grupo de “limpieza”. Santiago Uribe les pagaba a los comandantes un millón de pesos mensuales por su complicidad. Los “Doce Apóstoles” habían montado una sede de operaciones urbanas en el sótano del comando de policía de Yarumal.
Siempre han pretendido los Uribe, darle un barniz político al instinto sanguinario y mafioso de la familia, ligándolo con una insaciable sed de venganza por la muerte de su padre, Alberto Uribe Sierra, ocurrida en 1982. Los periodistas colombianos Fernando Garavito, autor de El señor de las sombras. Una biografía no autorizada de Álvaro Uribe, y Fabio Castillo, atribuyen la muerte violenta del padre de los Uribe a un ajuste de cuentas, a una vendetta del narcotráfico. No es un secreto que la familia Uribe amasó su fortuna en operaciones de exportación de cocaína a los Estados Unidos, al lado del cartel de los Ochoa. En marzo de 1984 las autoridades desmantelaron el complejo cocalero de Tranquilandia en el Yarí, de propiedad de Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y el clan de los Ochoa. En dicha operación fueron incautadas 14 toneladas de cocaína y varias aeronaves, entre ellas el helicóptero Hughes 500, HK2407X, de propiedad de los Uribe. Cuando Álvaro Uribe Vélez estuvo al frente de la aeronáutica civil, autorizó la utilización de pistas o aeropuertos clandestinos en la selva, favoreciendo de esa manera, las operaciones de narcotráfico de sus socios.
El informe de inteligencia elaborado en septiembre de 1991 por el gobierno de los Estados Unidos -desclasificado por el Pentágono-, bajo el título “perfil de los narcotraficantes colombianos”, consigna en su numeral 82 lo siguiente: “Álvaro Uribe Vélez un político colombiano y senador dedicado a colaborarle al cartel de Medellín en altos niveles gubernamentales. Uribe fue involucrado con la actividad de narcóticos en los Estados Unidos. Su papá fue asesinado en Colombia por su conexión con los traficantes de narcóticos. Uribe ha trabajado para el cartel de Medellín y es muy cercano a Pablo Escobar Gaviria. Participó en la campaña política de Escobar”… Ahí está pintada, de cuerpo entero, el alma narco-paramilitar de Álvaro Uribe Vélez.
Con estos antecedentes no es difícil comprender por qué Uribe, siendo presidente de la República, ordenó la operación Orión contra la Comuna 13 de Medellín, en octubre del 2002. En ese ataque desproporcionado contra la población civil actuaron conjuntamente ejército, policía y paramilitares a través de los generales Mario Montoya, Leonardo Gallego y alias Don Berna, respectivamente. El gobierno utilizó helicópteros Black Hawk artillados que dispararon sus ráfagas contra los habitantes de las colinas de Medellín. Murieron 1.500 personas. Don Berna ha confesado desde una cárcel de los Estados Unidos, que muchos de los muertos fueron sacados subrepticiamente en camiones del Gaula del ejército, vía La Pintada, donde fueron arrojados a las aguas del río Cauca.
Crímenes de lesa humanidad, como los denominados eufemísticamente “falsos positivos”, en los que ultimaron a centenares de jóvenes desempleados para presentarlos en los titulares de la prensa oficial, como “guerrilleros muertos en combate” y como señal inequívoca de la eficiencia de la política de seguridad democrática, no podían salir sino de la perfidia de un asesino compulsivo como Álvaro Uribe Vélez.
Los Uribe son expertos en delinquir sin dejar rastros. Por eso mandaron a matar a “Pelo de chonta”, a los Pemberthy, a Pitufo, al relojero, y a muchos otros sicarios de los “Doce Apóstoles”. Cuando el teniente Víctor Hugo Méndez, subcomandante de la SIJIN en Antioquia, fue remitido al comando de policía de Yarumal, en cinco días lo asesinaron, por el hecho de que su valentía y honradez lo habían impulsado a investigar la estela de sangre de los “Doce Apóstoles” en la jurisdicción de su comando. El caso tuvo ocurrencia el 6 de noviembre de 1994. Cuando sintieron que los líos jurídicos que empezaban a enredar al Mayor Meneses podría involucrarlos, los Uribe influyeron para que lo enviaran a lugares de orden público agitado donde pudieran presentar su muerte como producto de un ataque de la guerrilla. Por eso lo enviaron a Segovia, una población resentida con el ejército y la policía, por su participación con los paramilitares en la masacre del 11 de noviembre de 1988 que dejó muertos a 43 pobladores y heridos a 40. No pueden, no deben quedar impunes los autores intelectuales y promotores de los “Doce Apóstoles”. Álvaro Uribe Vélez, su hermano Santiago, el cura Gonzalo Javier Palacio que utilizaba el púlpito para lanzar arengas antisubversivas, el hacendado Álvaro Vásquez, el ganadero Emiro Pérez, Donato Vargas, y otros notables de Yarumal, deben pagar por sus crímenes.
Pocos días después de la posesión de Uribe Vélez como presidente de la República, su familia toma la decisión de vender la hacienda La Carolina, como si ese acto fariseo fuese suficiente para lavar las manos ensangrentadas y eludir responsabilidades penales. Los Uribe Vélez no son ningunas vacas sagradas. El peso de la justicia debe caer sobre ellos.
En Colombia hay muchos compatriotas con sentimiento de humanidad, como el padre Javier Giraldo del CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular), que desafiando los peligros, supo escuchar el dolor de las víctimas ante la sordera de las instancias judiciales y del gobierno. Gracias a la gestión del CINEP el caso de los “Doce Apóstoles” fue puesto en conocimiento del premio nobel de paz, Adolfo Pérez Esquivel, y un equipo de juristas argentinos, que no aflojarán en su empeño humanitario de recurrir a la justicia universal, a los tribunales internacionales, para evitar, tal como lo lograron en el caso argentino, que crímenes de lesa humanidad pasen de agache, protegidos por la impunidad. Tienen en su poder los valiosos testimonios del Mayor de la policía, Juan Carlos Meneses e importantes pruebas fotográficas y de audio, en las que el coronel de la policía, Pedro Manuel Benavides, involucra a los Uribe en la campaña criminal de los “Doce Apóstoles”.
El libro de Olga Behar revive la memoria de una matanza de lesa humanidad que no debe ser olvidada, y es al mismo tiempo un testimonio escrito con tinta indeleble, que no dejará de señalar con el dedo acusador a los Uribe, Álvaro y Santiago.
Colombia, más que ningún país, requiere con urgencia la solidaridad internacional para vencer la impunidad que arropa los terribles crímenes del paramilitarismo de Estado contra una población civil indefensa. Por tanto muerto, tantas viudas, tantos huérfanos, por el despojo y el desplazamiento, deben ser castigados los autores intelectuales de la hecatombe humanitaria que ha herido a Colombia. Políticos como Uribe, generales del ejército, empresarios, ganaderos, capos narco-paramilitares, banqueros lavadores de dinero de los narcos, el gobierno mismo, responsables de estos crímenes contra la humanidad, deben ser conducidos a los tribunales
No hay comentarios:
Publicar un comentario